Las cautivas

Dibujo: Revista Antón Perulero, Buenos Aires, diciembre 1875


Mansilla sorprendido le preguntó a la mujer
- ¿A pesar de ser cautiva cree Ud. en Dios?-
Fermina tiene su respuesta:
- ¿Y qué culpa tiene él de lo que me sucedió? Más culpa tiene el hombre blanco que no sabe defender a los suyos.-



Durante muchos años las tierras que rodean al conurbano de Buenos Aires hacia las provincias fueron escenarios de luchas, de muertes, de desolación y de desgarro cultural. Se enfrentaban dos grupos humanos: el de los blancos que quería ampliar sus fronteras y; el de los indígenas, verdaderos dueños de las llanuras, que no las defendían.

La lucha era despareja: alguna vez la fuerza del malón arrasaba un magro fortín en el que los criollos rendían sus vidas a pesar del pertrecho; en general, las armas de fuego diezmaban al indio.

De entre tantas víctimas, hubo una que dejó en los enfrentamientos mucho más que la vida: la mujer, que desde la llegada al fortín se preparaba para un rosario de pérdidas.

Ella ha sido a lo largo de la historia botín de guerra, y en las luchas de fronteras, perteneciera a uno u otro bando, fue la gran perdedora. No era masacrada; raptada por el vencedor dejaba atrás sus afectos, su dignidad, sus patrones culturales.

Fue víctima la india, “la china” que “satisfizo” el deseo de la soldadesca y, la cristiana que era llevada a la toldería, alejada de toda esperanza.

Cientos de familias, sin diferencia de clases, perdieron madres, hijas, hermanas. Desde la habitante del fortín a aquella encumbrada señora que eventualmente viajaba de un punto al otro por la Pampa, fueron arrastradas al galope junto al pecho de un desconocido que, desde allí sería su señor.

La vida de la mujer en el siglo XIX no era fácil, pero mucho menos lo era entre los indios. El hombre era guerrero, todo el resto del trabajo para la supervivencia quedaba en manos femeninas. Era desde la cultura de los blancos “una esclava paridora”. Para la cautiva la existencia era más conflictiva que para las propias mujeres indígenas. Sufría la imposición del hombre que la había apropiado y, el maltrato de las indias mientras fuera la favorita del raptor.

Innumerables relaciones nos cuentan de sus zozobras, de los artilugios que urdían para huir de sus captores y, de las torturas a las que eran sometidas. Sin embargo, otros relatos como los de Mansilla, pintan su situación con matices muy diferentes.

Sabemos que las familias afectadas nunca se resignaban a este tipo de pérdidas y recurrían al rescate por dinero, la mayor parte de las veces en vano. También sabemos que los militares triunfadores insistían en devolver las blancas rescatadas, “a la civilización”; ellas se negaban a regresar.

¿Porqué? Había muchas razones, de nuevo entre los suyos, despertaban recelos por su convivencia con el “salvaje”; sufrían nuevamente el desgarro de ser separadas de los hijos, esta vez de los mestizos. Basta recordar la canción “…Ya no soy Huinca(1) Capitán, hace tiempo lo fui..”

El prejuicio, la distancia, ¿Por qué no el amor?

Allí está Fermina Zárate, la esposa del cacique Ramón Cabral, a quien había dado muchos hijos; ella rechazaba con horror la propuesta de Mansilla de volver a Buenos Aires. En los toldos estaba su vida, si había sido cristiana el amor por ese hombre que fue un desconocido, le había desmemoriado el corazón.

Fermina es sólo una de las tantas anónimas que cruzaron su sangre logrando con el amor la libertad.


(1) Huinca: apelativo que los indígenas daban al hombre blanco.

© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet, del original publicado en mayo de 1994
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