Luchó contra un amante contrariado, un marido demente,
los malones indígenas, las huestes federales,
el despojo permanente y la seducción del suicidio.
Nada pudo vencerla: el ferviente amor de esposa la sostuvo en toda su odisea.
Agustina Palacio, santiagueña de nacimiento, nieta del último gobernador español de Santa Fe, desde los 13 o 14 años era esposa de José Libarona. Su paisaje: clanes familiares luchando desde antiguo por el poder, el calor, la gloria y el miedo que no la tocaba.
El año de 1840 llegó con revoluciones a las tierras calientes de Santiago de Estero. José Libarona y Pedro de Unzaga firmaron el acta de pronunciamiento del pueblo contra el caudillo Felipe Ibarra, que llevaba 20 años imponiendo el federalismo a sangre y fuego; nombrando una nueva autoridad. Poco duró el cambio, porque en unos días Ibarra reasumió el poder, haciendo que Libarona y Unzaga pagaran cruelmente el movimiento de piezas en el tablero de la política santiagueña.
Cuando estalló la tragedia, a la niña Agustina le cupo saltar sobre su historia de dulce de caña y amores aletargados en la siesta provinciana. Lo conocido, lo presentido, lo más amado se transformó en el guantazo de las malas pasiones, de todos los dolores, de los viejos resentimientos. Su caída fue tan brutal, que como un higo maduro se abrió en rojas estridencias que resultaron voluntarioso coraje.
Felipe Ibarra se ensañó con Libarona, se regodeó más allá de lo esperable en las penurias que planeó para él. Un secreto nudo en el estómago, un nudo que lo estrangulaba se le desató por la boca en dos palabras: “El Bracho”. La sola mención de tan inhóspito lugar causaba pavor. Lo desterró a El Bracho, considerando que la muerte era poco castigo.
El calvario de Agustina comenzaba. Decidió compartir la suerte de su marido; pero la oposición de la familia parecía inquebrantable.¿Podía acaso el deber conyugal llegar a tal extremo? Nadie comprendía que sin Libarona para ella no había vida.
Ganó la pulseada y antes de partir, con el corazón en un puño, intentó lo imposible: suplicarle al caudillo por la vida de su marido. La razón le avisaba que era inútil, pero la esperanza la sostuvo.
Quedaron frente a frente, ella perdedora, él dueño de la vida y de la muerte, del favor y de la tragedia. La miró desde arriba con un gesto de desdén en la boca. No había cambiado desde los días en que la requería de amores. La había cortejado, había empeñado el alma y las palabras para hacerla suya. Agustinita lo había rechazado. Y ahora venía a pedirle por el hombre que se la había llevado.
El orgullo de Ibarra estaba tan herido como en la primera hora del desdén y, determinaba las penurias que le reservaba. Había tragado hiel cuando la “niña Agustina” se casó con Libarona, ahora la tenía frente a sí para descargarle su rencor: la insultó, la burló mientras la hacía echar de su presencia. Sin embargo otorgó el permiso para que “esa loca se vaya al Bracho y la roben los salvajes si esa es su voluntad”.
El primer viaje de Agustina al lugar de destierro de su marido lo hizo acompañada por sus hijitas. Fue una semana de constantes torturas por las picaduras de vinchucas y mosquitos, al cabo de la cual tuvo que volver a la ciudad. Esto ocurrió cuando se anunció el ataque de un malón, y comprendió por las palabras de él, que únicamente podría salvarse sin ellas.
Libarona y Unzaga fueron confinados más al norte, en el Chaco Gualamba, donde la vida era tan imposible que José entendió que solo restaba la posibilidad de la huída sorteando los indios y las partidas federales. Envió una nota a la esposa se les uniese en la ventura; ella sin dudarlo le contestó que solo deseaba vivir o morir a su lado.
José recibió la respuesta estando muy enfermo y se precipitó en la locura. De modo que cuando Agustina arribó con el corazón destrozado, por haber abandonado, quizá definitivamente a sus hijas, encontró en el que fuera su marido a un ser enajenado que se convertiría en otro de sus verdugos.
De ahí en más su derrotero sería el espanto. Se le niega asistencia médica para su esposo y se convierte en enfermera de éste, de Unzaga y de otros personajes que conocerá en el año de sus suplicios. Con sus manos levantará rancho tras rancho a medida que las tropas, viéndolos construidos se los confinan, internándolos más. También les cercenan toda posibilidad de comunicarse con la familia para recibir noticias y dinero, les roban la escopeta que usaban para cazar y alimentarse.
Agustina no baja los brazos, ni acorralada por los traslados forzosos, la falta de agua, la suciedad, los trabajos pesados, el terror a los indios, a los animales salvajes, a los hombres de Ibarra, a ser violada, a los golpes del marido y, a esas sombras en las que se habían convertido sus compañeros.
Amamanta bebés indígenas, oficia de costurera para los indios, hace adornos que trueca por tasajo y agua, siembra maíz y zapallos.
En 1843, la muerte de Libarona, cuyo cadáver arrastró hasta un claro del monte para enterrarlo, significó el final de esa terrible historia.
¿Cómo llegó esta aristócrata a ser ama de leche y a plantar para sobrevivir? ¿Cómo hizo esa niña que siempre viajó en pomposos carruajes para conducir desde las ancas, un caballo demasiado pesado, mientras huía cada día del hostigamiento?¿Cómo hizo esta mujer que no había conocido más que mimos y halagos para ser una admirable samaritana? Sólo el amor que sentía por su José puede explicarlo.
Una lectura feminista de su historia, entiende que lo que la movió fue la educación de servidumbre al marido que se imponía a la mujer de la colonia; nosotros creemos que mucho más palpitó en el corazón de Agustina, por simple comparación con la esposa de Unzaga que apenas resistió diez días de padecimiento junto a éste, cuando ambas habían recibido la misma formación.
Regresó con sus 19 años en harapos, estaba irreconocible. Como a Ulises, la familia no pudo descubrirla en ese disfraz que le presentara el destino.
Volvió para hacerse cargo de sus hijas: Lucinda y Elisa, a quienes dedicó el resto de su vida.
Su odisea había llegado al final; aunque en adelante quedarían las luchas contra los fantasmas del recuerdo, que durante años la despertarían presa del terror. Venía de un año de martirios en el que la seducción del suicidio no logró reducirla.
Tuvo fuerzas, también, para luchar otros doce años hasta obtener el traslado de los restos de su “José” a la ciudad de Salta.
© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna
Versión para Internet del artículo publicado en noviembre de 1993
*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.
*La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.