Ellos también amaron

PARA AFILIADOS AL PAMI - TALLER DE HISTORIA ORAL

Todos tenemos algo que aportar cuando de historia se trata
porque somos sus protagonistas.
Nuestros recuerdos son únicos y deben preservarse
ya que constituyen nuestro legado al futuro.
PARA AFILIADOS AL PAMI
TALLER DE HISTORIA ORAL "BUENOS AIRES Y SU VIDA COTIDIANA"
PAMI te invita a participar de un taller de reconstrucción oral de la historia y la vida cotidiana de Buenos Aires.Un espacio para divertirnos, reflexionar, escuchar y ser escuchados. Para sorprendernos frente a los mapas y documentos, para recuperar voces que se creían perdidas, para dejarnos encontrar por las fotos antiguas.
Para desarrollar un trabajo en grupo, pero no de grupo, porque nuestros aportes editados, pasarán a integrar el acerbo de bibliotecas y archivos.Con salidas a sitios de interés histórico, recorridos por archivos (esos lugares donde la historia espera) y visitas guiadas por barrios.
Hablaremos de la vida de cuando éramos chicos, de nuestros juegos, de la vereda, del barrio, de la radio y la merienda, de la familia, de las comidas, de los domingos, de los cafés, de la amistad. De los Carnavales, de las fiestas, del tango, del romance. De la escuela, la salud, el trabajo, la vivienda, las supersticiones y las creencias, el rol de la mujer. y de mucho más. También de aquel tiempo que conocemos por el relato de nuestros padres y abuelos, junto con el presente, para ver que tanto hemos cambiado.
Investigaremos en nuestra identidad como porteños o como habitantes de esta Buenos Aires que queremos tanto y tantos rezongos nos arranca.

Martes de 15 a 18 Hs
en COMUNARTE - Castro Barros 236 CABA
Informes e Inscripción en
PAMI 8 -Serv. Comunitario Av. Belgrano 3880 - 1erPiso
TE: 4981-3312 / 3329
y al 15- 6528- 4222

Las cautivas

Dibujo: Revista Antón Perulero, Buenos Aires, diciembre 1875


Mansilla sorprendido le preguntó a la mujer
- ¿A pesar de ser cautiva cree Ud. en Dios?-
Fermina tiene su respuesta:
- ¿Y qué culpa tiene él de lo que me sucedió? Más culpa tiene el hombre blanco que no sabe defender a los suyos.-



Durante muchos años las tierras que rodean al conurbano de Buenos Aires hacia las provincias fueron escenarios de luchas, de muertes, de desolación y de desgarro cultural. Se enfrentaban dos grupos humanos: el de los blancos que quería ampliar sus fronteras y; el de los indígenas, verdaderos dueños de las llanuras, que no las defendían.

La lucha era despareja: alguna vez la fuerza del malón arrasaba un magro fortín en el que los criollos rendían sus vidas a pesar del pertrecho; en general, las armas de fuego diezmaban al indio.

De entre tantas víctimas, hubo una que dejó en los enfrentamientos mucho más que la vida: la mujer, que desde la llegada al fortín se preparaba para un rosario de pérdidas.

Ella ha sido a lo largo de la historia botín de guerra, y en las luchas de fronteras, perteneciera a uno u otro bando, fue la gran perdedora. No era masacrada; raptada por el vencedor dejaba atrás sus afectos, su dignidad, sus patrones culturales.

Fue víctima la india, “la china” que “satisfizo” el deseo de la soldadesca y, la cristiana que era llevada a la toldería, alejada de toda esperanza.

Cientos de familias, sin diferencia de clases, perdieron madres, hijas, hermanas. Desde la habitante del fortín a aquella encumbrada señora que eventualmente viajaba de un punto al otro por la Pampa, fueron arrastradas al galope junto al pecho de un desconocido que, desde allí sería su señor.

La vida de la mujer en el siglo XIX no era fácil, pero mucho menos lo era entre los indios. El hombre era guerrero, todo el resto del trabajo para la supervivencia quedaba en manos femeninas. Era desde la cultura de los blancos “una esclava paridora”. Para la cautiva la existencia era más conflictiva que para las propias mujeres indígenas. Sufría la imposición del hombre que la había apropiado y, el maltrato de las indias mientras fuera la favorita del raptor.

Innumerables relaciones nos cuentan de sus zozobras, de los artilugios que urdían para huir de sus captores y, de las torturas a las que eran sometidas. Sin embargo, otros relatos como los de Mansilla, pintan su situación con matices muy diferentes.

Sabemos que las familias afectadas nunca se resignaban a este tipo de pérdidas y recurrían al rescate por dinero, la mayor parte de las veces en vano. También sabemos que los militares triunfadores insistían en devolver las blancas rescatadas, “a la civilización”; ellas se negaban a regresar.

¿Porqué? Había muchas razones, de nuevo entre los suyos, despertaban recelos por su convivencia con el “salvaje”; sufrían nuevamente el desgarro de ser separadas de los hijos, esta vez de los mestizos. Basta recordar la canción “…Ya no soy Huinca(1) Capitán, hace tiempo lo fui..”

El prejuicio, la distancia, ¿Por qué no el amor?

Allí está Fermina Zárate, la esposa del cacique Ramón Cabral, a quien había dado muchos hijos; ella rechazaba con horror la propuesta de Mansilla de volver a Buenos Aires. En los toldos estaba su vida, si había sido cristiana el amor por ese hombre que fue un desconocido, le había desmemoriado el corazón.

Fermina es sólo una de las tantas anónimas que cruzaron su sangre logrando con el amor la libertad.


(1) Huinca: apelativo que los indígenas daban al hombre blanco.

© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet, del original publicado en mayo de 1994
* Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.


* La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

Juan Manuel de Rosas

18 de julio de 2009
Le otorgaron la tutoría y la convirtió en su amante.
Fue padre de los seis hijos del silencio. Cuando confesó su amor ya era tarde.





Difícilmente había podido imaginar don Juan Manuel las consecuencias que para su vida toda acarrearía la derrota de Caseros.

Febrero de 1852 marcó el comienzo de la pérdida de todos sus poderes, y fue tan devastador para él que tuvo fortuna y mando desde que abrió los ojos a la vida.

Huido de la batalla, mientras firmaba su renuncia apresuradamente en la que hoy es Plaza Garay, perdía su autoridad política. De inmediato le fueron confiscados todos sus bienes, lo cual lo redujo a llevar una vida austera, en su granja de la campiña inglesa. Su tiranía sobre Manuela acabó apenas pisaron el suelo del destierro, ella entregó su corazón a máximo Terrero y puso casa en Londres. Sus prerrogativas de amo y señor sobre Eugenia Castro, cuando esta se le plantó con un “no”, cayeron demoliendo su influencia absoluta sobre los semejantes.

Eugenia Castro salió a la luz pública en 1886, cuando sus hijos iniciaron querella por la herencia de Rosas. Su destino se define, cuando a los trece años, allá por 1835, llega a la casa del gobernador, en calidad de entenada, impulsada por las veleidades de su padre el coronel Juan Gregorio Castro, que al dejarla huérfana coloca allí su tutoría.

Su vida transcurrió como la de una sirvienta con ciertas ventajas; fue enfermera de Encarnación Ezcurra en sus últimos tiempos, hasta que don Juan Manuel se prendó de sus vivaces ojos negros, de su físico sensual, la hizo su amante y la llenó de hijos bastardos.

Estos amores habían comenzado hacia 1839/1840, luego de producida la muerte de la esposa. Según le contara Nicanora, una de las hijas, al periodista Pineda, Eugenia Castro cayó en brazos del viudo forzada en su voluntad. Y es de imaginar que muy pocas chances pudo tener esta mujer- que luego, probablemente, lo amó- de rechazar sus pretensiones viviendo en la misma casa.

Según algunos datos, la joven ya había conocido el amor con un sobrino de la familia que reconoció a la primera de las hijas: Mercedes Costa. Luego comenzó a dar a luz a los hijos de Rosas: la primera Ángela en 1840, y luego Emilio, Joaquín, Nicanora, Justina y Adrían.

Antes del traslado definitivo de la familia al Caserón de Palermo, cuando los embarazos avanzaban a Eugenia se la escondía allí. Más tarde a medida que los hijos se sumaban, los allegados fueron conociendo y aceptando la situación. Juan Manuel no podía permitirse hacer pública esta distracción para su viudez; sin embargo parte de ello se había filtrado y los opositores desde Uruguay, criticaban que obligase a su hija Manuela a vivir bajo el mismo techo que su querida.

La realidad es que ambas mujeres no se molestaban, incluso tuvieron buen trato.

Los “hermanitos” despertaban la ternura de Manuela, que en ese entonces ya pintaba para solterona; y no sólo mantuvo correspondencia con ellos hasta después de la muerte de Eugenia, sino que se comenta que cierta vez conminó al padre que de volver a casarse lo hiciera con Eugenia.

Cada una tenía su tarea: Manuela la embajadora; Eugenia ciertas funciones de ama de casa, cuidando los achaques del gobernador, afeitándolo, cebándole mates, preparándole sus cigarros, sentándose a su mesa, paseando juntos en coche con su prole.

A pesar de tener cierto reinado sobre la vida doméstica de Palermo, se la conoció como “la cautiva”, a raíz de la situación de reclusión en la que vivía.

No se le conocieron al restaurador muchas mujeres durante su función pública, aunque todas las que lo rodearon tuvieron peso decisivo sobre él. Y si las hubo, mantuvo absoluta discreción. Apenas si se sabe del enamoramiento que sintió por Juanita Sosa, la amiga de su hija, o de los amoríos con Marcelina Alen
[1], la madre de Hipólito Yrigoyen, que alimentaron la teoría de que el caudillo radical era hijo del restaurador de las leyes.

Si todas las mujeres que lo rodearon tuvieron tanta influencia, se debía a que eran descollantes. Encarnación consolidó la posición política del marido manejando desde la retaguardia, con voluntad de acero, los hilos del poder. Manuelita con su gracia y perspicacia, fue la mejor “ministra de relaciones exteriores”, su confidente y mano derecha. Pero, pese a ser ambas “Rosas” y, poseer estas condiciones, ninguna de ellas había conocido otra voluntad que la del rubio brigadier. “La cautiva”, en cambio, que nada había sido, ni nada había tenido, decidió por sí misma en medio del huracán y deja a Rosas con agua entre las manos.

Veamos como fue esto. Producida la derrota de Caseros, Juan Manuel y su familia se refugiaron en un barco inglés: Eugenia no se contó entre ellos. No volvieron a verse, pero ella, embarazada, tiene tiempo de prepararle el equipaje y, él para dejar en manos de Terrero los asuntos de la herencia que a ella le correspondía por su padre: una casita en el barrio de la Concepción, algo de dinero, y 21.000 pesos que van de regalo.

La vida en Inglaterra no fue fácil. Manuela, rápidamente, se casó con Terrero. Juan Manuel comenzó a escribirle a su antigua amante, la reclamaba junto a Angelita y Emilio que eran sus preferidos. El amor de madre hacia los otros hijos, los que no habían sido llamados, pone las cartas en manos de Eugenia, que elije el destino: para sí la miseria, para el brigadier la soledad.

En la correspondencia posterior, Rosas le reprochó amargamente su ingratitud, e incluso, le propone que de obtener dinero la mandaría a buscar junto a todos los vástagos. Era tarde, Eugenia instalada en su casita trabajó como lavandera, como sirvienta, como enfermera, se juntó a otro hombre y perdió la salud al poner en el mundo otros dos hijos.

Crió a sus “bastardos” en la mayor privación, de modo tal que salvo Nicanora de quien se decía que poseía modales naturales de “señora”, todos eran analfabetos y rústicos. Por ironía del destino, Adrián (pocero en Lomas de Zamora) y Joaquín (peón de campo la provincia de Buenos Aires), eran la estampa del padre.

En 1876 ella murió tan silenciosamente como había vivido. Un año más tarde, Juan Manuel, oceáno por medio, apagó también su existencia.

Pero, ¿Qué había pasado con la vida amorosa del ex gobernador en los 25 años que duró su destierro? Se había disipado, según el testimonio de su propio hijo, corría tras las mujeres de mal vivir, en compañía de dos amigotes de mala laya. Encontró incluso algún consuelo en Mary Ann Mills, su criada.

Sin embargo las mujeres de su vida había desaparecido, muertas o lejanas, eran fantasmas que poblaban ese remedo de pampa que improvisó sobre la campiña de Southampton.



[1] Leandro N Alem cambió la ortografía del apellido, para diferenciarse de su antepasado Alen, mazorquero de terrorífica fama.



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© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet, del artículo original publicado en enero de 1994

* Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.


* La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

Carmen Puch


Esposa de un Gaucho aristócrata y guerrero,
la pavorosa vigilia la consumió.
El constante temor por la muerte de su amado, quebró su salud.
La realidad le asestó el golpe de gracia:
murió de tristeza y amor.



Imagen: Cármen Puch de Güemes


Carmencita Puch tocó el cielo con las manos el día en que Martín Miguel de Güemes le propuso casamiento. Casi podría decirse que había nacido amándolo. Y si el caudillo llegaba a su vida era por una circunstancia fortuita.

Güemes, hombre de muchas mujeres, se había enfrentado al padre de su prometida -Juana María Saravia- cuando éste le exigió que cortara las relaciones amorosas, paralelas al noviazgo que mantenía con una jujeña.

Imagen: Martín Miguel de Güemes


Deshecha la boda, Macacha Güemes, que conocía el enamoramiento de la Puch hacia su Martín Miguel, le insistió a su hermano para que se fijara en ella. En una semana arregló el matrimonio; cuando en 1815 se casaron, él tenía treinta años y ella dieciocho. Este extraño gaucho aristocrático se llevaba la perla salteña. De una belleza casi perfecta, los cabellos rubios le enmarcaban un rostro de ángel donde relampagueaban los ojos de un azul profundo. No sólo era la más hermosa de la sociedad de Salta, sino que destacaba por la dulzura de su carácter.

Pero, si con Martín Miguel de Güemes tocó el cielo, al mismo tiempo conoció el infierno.

Debió aceptar su destino como esposa de un guerrero, pero se mantuvo sometida a una constante vigilia, a un presentimiento permanente que la atormentaba con la bala traidora que los separaría. Carmen Puch vivió oteando el horizonte desde el mirador de su casa; desmayó en su salud una y mil veces por el pavor de no volver a verlo. Hasta que su fantasma se hizo realidad.

Cierta noche Juana Manuela Gorriti, que era una niña, emergió del sopor del sueño, asombrada de que su progenitor hubiese abandonado el frente de batalla. Gorriti no podía creerlo, habían perdido a Güemes, uno de sus mejores hombres. Nadie tuvo coraje para confesarle a su esposa la verdad. Al día siguiente, ésta se preguntaba por qué Martín Miguel demoraba tanto en enviarle noticias.

- Anoche oí llegar un caballo y pensé que era él- decía Carmen.


- Era mi padre- La indiscreción se escapó de los labios de Juana Manuela, (quien lo cuenta en sus páginas literarias) sumergiendo a la esposa del salteño en una depresión inmediata.

Al hacerse la luz en su mente sobre el sentido de la llegada de Gorriti se oscureció para siempre su corazón. Crespones y lutos fueron sus únicos indicios de su existencia, ni siquiera el amor de sus tres pequeños hijos pudo despegarla de la desesperación.

Nueve meses después que su marido, a los 25 años, murió de amor; feliz en su desdicha, convencida de ir al encuentro de su Martín Miguel.




Imagen: Macacha Güemes en su vejez



© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet del artículo publicado en enero de 1994
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* La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

Manuelita Rosas


Ella sobrellevó la forzosa soltería en la corte palermitana:
su vida pública se deslizaba entre la diplomacia y la sangre.
En 1852 se rebeló. La voluntaria soledad del padre,
empecinada en provocarle sentimientos de culpa,
no empañó la felicidad de su largo matrimonio.
Tampoco enfrió su amor filial.
El testarudo restaurador de las leyes
[1] murió en sus brazos.



En mayo de 1817 llegó al mundo el segundo vástago del matrimonio Rosas- Ezcurra: Manuelita.

Una niña que se crió según los dictados de la época, pero con la desventaja de un padre absorbido por las tareas rurales o por la política, y de una madre que no tomó en cuenta a sus hijos, ni a otra cosa que no fuera su actividad proselitista a favor del marido.

Manuelita, quien no poseía el carácter vehemente de su madre ni la frialdad ejecutiva de su padre, vivió en las sombras, hasta que Encarnación y Juan Manuel, preocupados por ganar las simpatías de los sectores humildes, decidieron sacarla del anonimato para que los representar en fiestas y candombes.

Manuela fue un y otra vez, y continua siéndolo, una caja de sorpresas.

Hacia 1838, era una adolescente hueca y frívola, con escasos rudimentos de escolaridad, y, unos años después se convirtió en una experta en política exterior.

Es curioso que el padre haya relegado de toda función a su hijo varón. Quizá esto pueda explicarse por la omnipotencia que demostraron las mujeres que conformaron y entorno; su madre doña Agustina, su esposa Encarnación.

En definitiva su auxiliar política fue “la niña”, quien se desempeñó como encargada de las relaciones públicas y diplomáticas.

No obstante que siempre desarrolló sus funciones bajo la dirección de su padre, ella supo imprimirles su impronta. Se destacó por su carácter bondadoso. Quienes hemos tenido la oportunidad de leer la correspondencia de la secretaria de Rosas, sabemos que esta mujer recibía pedidos de todo tipo, desde demandas de ayuda financiera, hasta súplicas de indultos a penas de muerte. Por insólito que parezca su actividad política era tan valorada que hacia 1840 entre los Federales más radicalizados se promovió un movimiento para que en el caso de morir Rosas, fuera ella quien lo sucediera, por ser imprescindible que el gobierno quedara en manos de quien más profundamente conociera los negocios públicos.


Oleo: Prilidiano Pueyrrredon (Obsérvese la diferencia con el boceto)

Pero… ¿cómo era esta Manuelita que en la cuestión Anglo –francesa contra la Confederación, a fin de obtener beneficios en las negociaciones fue llevada a usar sus encantos? Cuán seductora sería que en esa actividad despertó amores apasionados en Lord Howden, en John Mandeville, en el Comodoro Herbert, en el almirante Le Predour, que dejó hombres impresionados y amigos que jamás la olvidarían, carteándose con ella hasta el final de sus vidas, como el barón Marevil, el de Macku y Enrique Southern. Según William Mac Cann, quien lo frecuentó, ella poseía grandes atractivos y disponía de muchos recursos para cautivar a los visitantes y ganar su confianza.

Fue el centro vital de todas las fiestas, un espíritu alegre siempre dispuesto a la diversión. Poseyó su “propia corte” en los jardines de Palermo, donde desarrolló su vida pública, y la fortuna de un “salón” de gente joven. A sus tertulias asistía lo más rancio de las aristocracia federal y algunos sospechosos de ser unitarios.

Como ya dijimos su educación no superó la acostumbrada para las mujeres y, se encuadró en la tradición hispánica de sometimiento a los padres. ¿Fue este respeto el que la mntuvo años en la soledad? ¿El que la hizo llegar a una edad en la cual una mujer era ya una solterona irredenta?

No sólo los diplomáticos europeos aspiraban a llegar a su corazón. Desde siempre había estado Máximo Terrero aguardando. Hijo de don Nepomuceno, amigo y socio de Rosas, se desempeñaba como secretario del restaurador.

Aunque todo el mundo sabía de ese noviazgo, e incluso en ambas familias existía la creencia de que algún día se casarían, ese día jamás llegaba. La situación de Terrero era por demás desagradable, su novia presidía todas las celebraciones a las cuales él no era siquiera invitado. Como vivía en la residencia de Palermo era testigo de los “flirts” entre su amada y los europeos.
Así como todo el mundo conocía que eran novios a nadie se le escapaba que la soltería de Manuela era forzosa.

Don Juan Manuel rechazaba el matrimonio de los jóvenes. Su oposición no era contra Máximo, pretendiente inmejorable, sino contra el casamientote su hija. ¿Qué causas pesaban en su ánimo para justificar semejante actitud? Por una parte el gobernador amaba entrañablemente a su hija, pero con un amor tan egoísta que no podía permitir que Manuela perteneciera a otra persona, por otra, no hay que olvidar el papel político que la joven desempeñaba. De casarse la niña, los secretos de estado se habrían convertido en secretos de alcoba. Eso no hubiera resultado práctico para los fines de gobierno.

En ese estado de cosas esta mujer sobrepasó los 35 años y, para su dicha e infortunio, llegó Caseros.

Manuelita en edad madura



Con la derrota, ella conoció largas horas de angustia, su amor era inalterable y antes del destierro, sufrió mucho al saber que su Máximo, había caído prisionero de las tropas de Urquiza.

Apenas el jefe entrerriano le concedió la libertad, fue a unirse con su Manuela. Ella, contradiciendo una vida de obediencias se casó con él, aún cuando su “tatita” no asistió a su boda, y se negó a vivir bajo el mismo techo con la pareja.

Cuando manuelita le comunicó su decisión de casarse, el viejo de los ojos azules, le respondió que era una “crueldad inaudita”. Rosas exigía en nombre del amor filial, un destino de soltería que Manuela declinó.


Pasados los años, don Juan Manuel, un viejo solitario en el exilio, recluido en su quinta en Southampton, más terco aún de lo que siempre había sido, continuó repudiando la desobediencia de Manuelita y recriminándole el casamiento. Pero, aunque persistía en masticar su veneno, no hacía otra cosa que hablar de sus nietos cuando ellos, terminadas las vacaciones, regresaban a su casa en Londres. De los dos chicos, Rodrigo era el preferido.



Manuela Rosas de Terrero con sus hijos


Sus vidas quedaron marcadas por esa incapacidad para compartir el corazón de “la niña”. La alegría de su hija fue para don Juan Manuel una “crueldad inaudita”[2]. Ella no se equivocó, con Máximo vivió cuarenta y dos años de excelente matrimonio.

La noticia del casamiento fue el acontecimiento del año en Buenos Aires. “La niña” había quedado liberada de la tiranía paterna; su abnegación había terminado.



Quedan algunos puntos para pensar:


Habría que recordar que Manuela repitió la historia del padre cuando se casó con Encarnación. Frente a la oposición familiar, él armó un escándalo, secuestrando a la novia, y avisando que había pasado con ella la noche, que si bien concretó la boda, lo condujo a una ruptura que duraría años.


Manuelita en edad madura


¿Porqué en Buenos Aires, Manuelita relegó a Terrero? Se pueden barajar varias hipótesis



a) miedo a que el despotismo del padre, borrara del mapa al novio.

b) Renuncia a perder las prebendas de las que gozaba esa “estrella del federalismo”

¿Por qué Manuela se rebela apenas llegaba a Inglaterra donde era pobre y desconocida? ¿Se puede deducir que acaso el “carácter práctico” del que habla maría Sáenz Quesada haya sido en realidad una muestra de un temperamento calculador, contrariando la opinión generalizada entre amigos y enemigos de su dulzura y bondad?

La verdad ha quedado en el corazón de los protagonistas.




Foto: Manuelita, ya anciana.





Foto: Máximo Terrero, ya anciano


Nosotros tan sólo podemos asomarnos por la ventana de una vieja fotografía para emocionarnos con esa pareja de ancianos unidos por un inocente ternura


Manuelita y Máximo ancianos





CARTAS PARALELAS

Un hijo es producto de una familia, de sus actividades, de sus deseos, de sus pesares. Don Juan Manuel antes de ser padre fue hijo, y si algo puede disculpar su egoísmo surge de la lectura de las cartas, que presentamos resumidas, donde vemos como repitió con Manuela los manejos culpógenos de los cuales fue a su vez víctima.


Carta de Da. Agustina López Osornio a su hijo Juan Manuel de Rosas en 1819

“Mi ingrato hijo Juan Manuel. He recibido tu carta… este día tan celebrado en mi casa por mi marido, mis hijos y mis yernos, y sólo tú, mi hijo mayor, eres el que falta, el porqué tú lo sabrás… Me dices que eres virtuoso, dígote que no lo eres. Un hijo virtuoso no se pasa tanto tiempo sin ver a los autores de sus días, sabiendo que su alejamiento ha hecho nacer en el corazón de su madre el luto y el dolor.
Me dices que un velo cubra lo pasado y que te permita venir con tu fiel esposa, tus caros hijos… y que vuelvan a unirse dos casas que jamás han estado desunidas… Te digo en contestación… que los brazos de tu madre estarán abiertos para estrecharte en ellos…”


Carta de don Juan Manuel de Rosas a su hija Manuela, en abril de 1859

“Mi querida hija me apresuro a decirte que ya no puedes venir a esta casa, seguiré en ella solamente los trabajos que ya no puedo dejar porque están contratados. Con concluido eso, y así que pueda encontrar alguna criada voy a otra parte. Iré a Londres. Y seguiré así de caminante, o de lo que Dios disponga. Tengo mis razones…”


Recordamos que Rosas murió en su granja de Southampton, a los 84 años de edad en brazos de su hija.






DOCUMENTOS



Carta a Manuelita 25 de septiembre de 1851








Carta a Manuelita 14 de diciembre de 1840









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1) Título dado al gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas.
2) Conversación entre don Juan Manuel de Rosas y don Salustio Cobo en Southampton en 1860





© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


Versión para Internet publicado en septiembre de 1993

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El manco Paz

Qué pasó en la vida amorosa de este hombre sin fortuna política,
sin efusión y sin simpatía; que por su duro carácter fue la figura
menos romántica de nuestra historia



Este soldado que los historiadores proclaman el más grande teórico de la guerra en el país, no comenzó adolescente la carrera de armas, pero, en cambio, tuvo una cultura general de la que carecieron quizás todos [1]

Era un católico ortodoxo con inamovibles principios morales que le acarrearon la antipatía de sus colegas.

Su natural sensibilidad fue dominada por su férrea voluntad. Sin embargo había un espacio en el que su ternura desbordaba: el de su familia. José María Paz amó entrañablemente a su madre, doña Tiburcia Haedo, mujer valerosa que recorrió todos los caminos para aliviar la prisión de su hijo.

Comenzó su carrera militar al unirse a los ejércitos revolucionarios en 1810, contaba entonces veinte años. Luchó en el Alto Perú, en el norte junto a Belgrano, en la guerra contra Brasil, en la defensa de Montevideo.

En 1831 se unió a las filas unitarias.

Venció a Facundo Quiroga en La Tablada y Oncativo, y fue nombrado Jefe Supremo Militar. El Pacto Federal lo enfrenta nada menos que con Juan Manuel de Rozas y Estanislao López.

El 10 de mayo de 1831, “cuando anochecía”, cayó prisionero por casualidad. Una partida de López le bolea el caballo en los Álvarez, a dos leguas de Santa Rosa [2]

Su prisión duró ocho años, cuatro en Santa fe, y el resto en Luján, muchas veces pensó a lo largo de ese tiempo que había llegado la hora de su muerte, atravesó momentos angustiantes, pero paradójicamente, en esa época le llegó el amor.

Cuenta en sus memorias que a tres años de ser apresado y confinado en la Aduana de Santa fe, siendo día de Pentecostés, 6 de abril de 1834, llegó al lugar su abnegada madre acompañada de Margarita Weild, sobrina de José María, pues era hija de su hermana Rosario y el cirujano escocés Andrés Weild. Doña Tiburcia, había impulsado desde tiempo atrás el casamiento de su nieta con su hijo. Así pasó, luego de un tiempo de tratarse en las visitas a la cárcel, pidieron las distancias obispales y el 31 de marzo de 1835, se casaron en la prisión de Santa fe.

Margarita tenía en ese momento veintiún años, él cuarenta y cuatro. La joven señora de Paz, convivió con su marido en cautiverio, y fue en la cárcel que nacieron los dos primeros hijos. El mayor, un varón al que llamaron José; y más tarde, ya en Luján, una niñita, Catalina, que murió al poco tiempo.

En 1839 Rozas decretó su traslado, debiendo permanecer con la ciudad de Buenos Aires como cárcel. Vivió entonces en la calle San Martín, llamada en ese tiempo calle de la Catedral. En la noche del 3 de abril de 1840, José María Paz huyó, embarcándose con otros perseguidos por los fondos de una barraca que daba al río, a la altura de la calle Balcarce.

Su Margarita se quedó en Buenos Aires sin consuelo, y aterrada, hasta que comenzaron a llegarle cartas de su marido, llenas de amor e ingeniosamente firmadas con seudónimo: “Ciriaco Durán para su querida amiga Agustina Valdez”.

“¿Te acuerdas que día es hoy? Yo lo tengo bien presente y al escribir estos renglones se dilata mi corazón pensando que hoy hace seis años que se unieron nuestros destinos…”
“Tu llanto penetra mi corazón, no te separas un momento de mi memoria…” [3]

Pasa el tiempo entre cortos encuentros y largas separaciones producto de las guerras.
Terminada la campaña de Corrientes, debe marchar al destierro, pasa diez meses en paraguay. Llega a Brasil donde por fin la familia se reúne.

En Río de Janeiro se establecen con una pequeña granja, venden huevos, gallinas, leche y comestibles. La ansiada calma se une a una pobreza paupérrima. Y luego el dolor apenas soportable, cuando en junio de 1848, Margarita muere al dar a luz a su hijo Rafael. La sobrevivió sesis años.



Lejos de la patria, cercado por la pobreza, se apagaron las horas de ese triste amor, nacido catorce años antes, en la prisión de Santa Fe.


Tumba en la que reposan los restos de José María y de Margarita, en Córdoba, Argentina

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[1] Juan. B. Terán. Obras completas. Tomo XI, Pág. 29.

[2] Partes de López y Reinafé, en La gaceta Mercantil, 21 de mayo de 1834. De esta versión se desprende que Paz no fue hecho prisionero en “El Tío”.
[3] Paz, José María. Memorias Póstumas, tomo XI, Pág. 215-219







© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet del artículo publicado en agosto de1993

*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.
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Santiago de Liniers

La vida de Liniers estuvo signada por pérdidas, dificultades y desilusiones sin fin. Él, sin arredrarse, las aceptaba y continuaba cumpliendo sus deberes.



Como tantos otros hombres que pueblan las páginas impresas de la historia, fue tan valiente como ingenuo.

Aunque provenía de noble cuna y vieja estirpe, cuando llegó a la vida, encontró a su familia empobrecida. Realizó su carrera militar en España, y a los quince años había obtenido la cruz de caballero.

Bajo bandera española peleó contra los argelinos, los ingleses y realizó trabajos de hidrografía.

El destino quiso traerlo al Río de la Plata, donde encontró el encumbramiento y la tragedia.

Tenía 53 años cuando reconquistó Buenos Aires de manos inglesas, con sobrado valor. Y fue, justamente, el coraje que no tuvo Sobremonte, el que lo convirtió en Virrey.

Su vida política no fue a la zaga de la sentimental.

A los 30 años se casó en Málaga, con Juana de Mendivel, que lo dejó viudo, un tiempo después de darle a su primogénito: Luis.

En 1791, en Buenos Aires, a los 38 años, contrajo matrimonio con María Martina Sarratea, de 19. Ella que provenía de una distinguida familia, debió amarlo mucho, para aceptar a ese francés tan apuesto como pobre, cuya situación sólo prometía penurias.

Vivían agobiados por las dificultades económicas, de modo que se sintió muy reconocido con el Virrey del Pino, cuando en 1803, lo nombró gobernador interino de Misiones, aún cuando para llegar a destino, Santiago y María Martina tuvieron que vender muchas pertenencias y pedir dinero prestado.

La mala suerte, decididamente, lo perseguía, a pesar de llevar la gobernación con excelencia; por las honestas criticas que realizó en un informe, fue destituido. Afectaban, claro está, intereses, que no debían ser mencionados.

Emprendieron el regreso, buscando la forma más segura y económica, porque en los dos años que habían vivido en Candelaria, no le habían pagado los sueldos.

Bajaron por el río Paraná. Hicieron escala en el Paraná de las Palmas, para que María Martina diera a luz a una niña con la que se apagó la vida.

Sin su compañera, junto a su prole, continuó viaje, para ver morir, un poco más adelante a su hija Francisca Paula. Reunió a los hijos que le quedaban, Luis de 21, María del Carmen de 13, María Enriqueta de 9, José Atanasio de 7, Santiago de 6, Mariano de 3, María de los Dolores recién nacida y se instaló en Buenos Aires.

En 1806 cuando desfilaba como héroe de la Reconquista de Buenos Aires, una bellísima mujer le arrojó desde su balcón un pañuelo perfumado. Liniers lo recogió al vuelo con la punta de su espada, la saludó caballerosamente y se inició, así, un volcánico romance.


La llegada de Anita Perichon y su familia a principios de siglo había sacudido a la sociedad porteña. Era una mujer deslumbrante, con abolengo, mundana, que hizo estragas en la población masculina de Buenos Aires.

Para algunos historiadores llegó soltera, para otros, casada con Edmundo O´Gorman, sobrino del famoso protomédico porteño. De una forma u otra, se trató de un matrimonio desdichado por la incompatibilidad de caracteres; a esto se sumaba su desprestigio por haber abandonado el ejército inglés; y por sus actividades de contrabandista. De un viaje que había hecho en 1805, Edmundo regresó acompañado por el espía inglés Burke, quien rápidamente percibió que la belleza de Anita podía ser clave para obtener informaciones de alcoba, para servicio de la corona inglesa.

El marido, expulsados los ingleses de Buenos Aires, debió refugiarse en Brasil. Entonces, Liniers, pasó a vivir abiertamente en la casa de la francesa.

Fue su punto débil, todo se lo consentía. Detalle conocido por los servicios de espionaje y por la población en general, que despectivamente la llamaba: “Perichona”. Alarmados de ese escándalo que operaba sobre la voluntad de Liniers, obteniendo logros tales como la capitulación a favor de Beresford, la libertad de Guillermo White, etc.


La realidad era que Burke manejaba los hilos detrás de las marionetas.

La situación internacional era sumamente compleja. En Río de Janeiro, la infanta Carlota estaba protegida en sus aspiraciones por la escuadra inglesa. La regente suponía a Liniers, contrario a su gobierno, por influencia de su compañera.

Burke que era emisario de los marinos ingleses, le prometió sacar a la Perichon del medio. Complacía a Carlota, y satisfacía una necesidad imperiosa para él y para Inglaterra: las exigencias de Anita, se habían tornado insoportables para la corona.

Las desgracias de esta espía del Río de la Plata, comenzaron a raíz de un episodio ocurrido en su casa de la calle Reconquista. El alboroto se desencadenó, cuando se insultó al rey Fernando y se ensalzó a Napoleón que lo tenía prisionero.

A pesar de la pasión que sentía por ella, las presiones ejercidas sobre Liniers lo obligaron a desterrarla. Allí no acabaron los dolores para el virrey, ya que Burke se encargó de escribirle la verdad sobre las tareas de espionaje de su amiga y, que probablemente desde hacía tiempo, venía trabajando por la causa de la independencia.

La “Perichona” recaló en Río de Janeiro; donde continuó enamorando galanes. Lord Stragford ocupó el lugar de Liniers.

A Carlota, la presencia de la casquivana francesa le molestaba tanto que la echó de sus dominios, a un extraño destino. Un año estaría navegando, ida y vuelta entre la ciudad carioca y el Río de la Plata. En ninguno de esos lugares se la aceptaba, hasta que producidos los hechos del 25 de mayo de 1810, la Junta de Gobierno la recibe, siempre y cuando ella se aloje en su chacra de las afueras.

Anita Perichón envejeció. Su casa se mantuvo en permanente tertulia, a su paso, aún, resonaban las coplas que la recordaban como amante del virrey.

La francesa vivió lo suficiente como para ver a su nieta preferida: Camila O´Gorman fusilada por su censurado amor con un cura.

Santiago, no pudo apagar el amor que ella le despertó en esa singular etapa de su vida, cuando era cincuentón y se lo aclamaba como un héroe.

Aunque en su correspondencia la mencionara como la “desgraciada”, es probable que antes de las detonaciones en “Cabeza de Tigre”, se le cruzara ese rostro tan amado y confuso
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© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


Versión para Internet del artículo publicado en diciembre de 1993

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