MARIQUITA SANCHEZ DE THOMPSON

A los 18 años rompió el molde de la patria potestad.
No le importó ser el molde de un Buenos Aires pacato.
Con la fuerza de su personalidad logró vivir fiel
a los dictados de su corazón.



Mientras la amita, ayudada por sus negras, preparaba los zumos para el licor de mandarinas, las niñas charlaban en la sala.
Criticaban por lo alto, se susurraban al oído, se ruborizaban con risitas sonsas; es que no se hablaba de otra cosa en aquellos días de julio de 1805:
Mariquita se casaba por fin con su primo Martín Thompson.

En la monótona vida provinciana del virreinato, el caso de María de los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, había dado que hablar durante cuatro años. Una vez resuelto, era el escándalo de los padres, que veían amenazada su hasta ahora indiscutible autoridad, los “Jesusmaría” de las obsecuentes madres y la envidia de las niñas convencionales.

Mariquita osó con el juicio de disenso” enfrentar a la sociedad de su época; cuestionó el concepto social del amor, demostrando ser lo que siempre sería; una mujer valiente, de pensamiento independiente, que se adelantó más de una centuria a sus contemporáneas.

Bella, joven y rica heredera, hija única de un influyente matrimonio que había aguardado quince angustiosos años para ser padres.

Él también hijo único, desde la niñez quedó envuelto en la leyenda a raíz de su trágica historia personal. Muerto su padre cuando él tenía apenas diez años, su madre había tomado la decisión de recluirse en un convento de clausura. Quedó, así, huérfano de padre y madre, bajo la tutela de su padrino que lo inscribió en la “Escuela de guardiamarinas de Ferrol. Cuando en 1801 volvió de su viaje de estudios, se encontró con esa mujercita de catorce años, pequeña, pero de espíritu enérgico que reconoció en ese “Lord Byron criollo” al príncipe de sus sueños.

Don Cecilio Sánchez de Velasco y doña Magdalena Trillo se opusieron
terminantemente a esos amores, “caprichos juveniles” decía el padre, que ya había elegido el futuro para su hija. Muy encandilado estaría don Cecilio con los blasones de don Diego de Arco, familiar de los marqueses del Arco Hermoso, para entregarle su hija, cuando su fama de jugador y mujeriego era tal, que su propio padre lo había desterrado a Buenos Aires.

Mariquita, que con razones se oponía, no era atendida en sus reclamos. Su resolución fue asombrosa, el mismo día de la fiesta de su compromiso oficial, reclamó al virrey Sobremonte un representante ante el cual declaró que se la casaba a la fuerza. La ceremonia se suspendió por orden del virrey.

Todo Buenos Aires sabía de las penurias amorosas de estos jóvenes que no cejaban en su empeño y, seguían frecuentándose. Las influencias se movieron: Martín fue enviado a Montevideo y ella pasó largos días en la casa de Ejercicios Espirituales.

En 1804 la pareja inicia el juicio de disenso. Para ese entonces su padre había muerto, pero su madre seguía intransigente. Mediante ese juicio se pretendía apelar a la máxima autoridad, para concretar la unión, prescindiendo de la autorización materna.

El proceso fue tan ruidoso que llegó a España, inspirando a Moratín para escribir “El sí de las niñas”.

Doña Magdalena Trillo argumentaba que no quería ese yerno, porque a causa de su formación militar carecía de conocimientos para administrar sus comercios.

El tribunal falló a favor de los novios, quienes se casaron a fines de julio de 1805. Con el tiempo se comprobó que la madre de la novia no se equivocaba, la fortuna de su hija mermó considerablemente.

Los años fueron transcurriendo placidamente, el halo de romanticismo de su valeroso amor, los tornó a la vida pública, en la que luego de los sucesos de Mayo de 1810, los unió aún más el compartir los ideales revolucionarios.



El 16 de enero de 1816 sería el último día que compartirían. Martín partía en misión secreta a los estados unidos, para conseguir el apoyo del presidente Madison, los contratiempos que vivió en su destino lo precipitaron a la locura. En 1819, regresando a Buenos Aires, murió en altamar.


La viuda de 34 años, en 1820, se casó con Washington de Mendeville, un noble francés que sería cónsul de su país en el Río de la Plata. Su vida con él fue desdichada, hasta que su esposo en 1835 partió hacia Ecuador, para cumplir función diplomática.


Mendeville y Mariquita no volvieron a verse, aunque mantuvieron correspondencia hasta 1863, año en que él murió.

Ella le escribió a Juan Bautista Alberdi, al abrirse la sucesión: “He hecho con mi marido acciones más que heroicas. Dos veces ha estado su consulado en el suelo; yo lo he levantado mil veces, su locura hubiéramos estado en el fango y mi prudencia y paciencia lo tapaba todo. No le he dado un disgusto, mi fortuna a manos llenas. Conocí a este hombre el más infeliz, había venido por un desafío desgraciado y confiado en tomar servicio aquí. Pero las circunstancias lo aterraron y se vio reducido a dar lecciones de música. Yo no tenía más voluntad que sus caprichos”.

Mariquita, tan visionaria, tan preclara, tuvo una vida amorosa signada por las equivocaciones y la desdicha. Aunque se quejara con amargura, seguramente vivió convencida de haber actuado bien, de haber obedecido las órdenes de su corazón, único tirano que podía tolerar.

Por algo, ya en su ancianidad, escribió a su hija Florencia: “mujer que tiene pasiones tiene mérito y, sea en la clase que sea, tiene corazón y es lo que aprecio.

© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet del artículo publicado en 1993

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MANUEL BELGRANO

Fue un hombre galante a quien gustaban apasionadamente las mujeres.
Una historia pésimamente documentada difundió comentarios que
rozaron su imagen de varón,
fundamentados en un episodio que se registró en campaña
en el cual la proverbial discreción del prócer
se interpretó arteramente.



Cuando tenía algo más de 40 años, destacado en Tucumán, el bien parecido y seductor general, tenía la posibilidad de elegir para compañera a la mujer que quisiera y, fue una niña de quince años, la que tocó su corazón: la bella Dolores Helguero, hija de una familia patricia de esa provincia.


La geografía del norte había sido escenario de varios de los amores de Belgrano.


Hasta allí le había seguido María Josefa Ezcurra, cuando abandonada por su marido, podía vivir con él, en libertad, el viejo amor que los unía. Permancieron juntos en la Campaña del Norte, hasta que embarazada, regresó para tener a su hijo, el que por convenciones sociales, no fue un Belgrano, sino un Rosas, cuando Juan Manuel y Encarnación Ezcurra lo hicieron pasar por hijo propio


Luego había tenido por amante a la pintoresca Isabel Pichegru. Aquella francesa que escandalizaba a sus contemporáneos con sus modales y esas osadías inexplicables de los vestidos cortones y ajustadísimos; que no le había resultado una relación sin importancia, porque para cuando conoce a Dolores, aún tenía el espíritu comprometido por aquellos tormentosos amores.
No estaba en el destino de Belgrano lograr un amor en el que reposar sus muchos pesares. Y posiblemente la relación con Dolores Helguero, fue la más dolorosa, ya que el destino se encargó de darle un dramático final y, fue durante 6 años la comidilla de la sociedad tucumana.


De ese romance nació Manuela Mónica del Corazón de Jesús Belgrano, a la que el patriota le dedicó el más tierno amor y no olvidó a “su palomita”, como él la llamaba, ni en el lecho de muerte. En su testamento, redactado en mayo 1820, encomienda su crianza a su hermana Juana, e instrucción y dirección espiritual a su hermano sacerdote.


Manuel, tuvo hacia Dolores una actitud seria y comprometida. Le había dado palabra de matrimonio porque deseaba fundar con ella una familia, siendo este uno de sus más caros anhelos. Pero en ese entonces, el general estaba absorbido por las batallas de la Campaña del Norte cuyo ejército comandaba, y el matrimonio no se concretaba.


En uno de los encuentros que los amantes iban teniendo a lo largo de los años, Dolores quedó embarazada y cuando Belgrano pudo regresar por fin para casarse, halló que ya había sido desposada por un tal Rivas, por arreglo de la familia Helguero.


El desconsuelo fue inmenso, especialmente porque el marido abandonó rápidamente a su esposa. Belgrano que deseaba cumplir con la palabra empeñada, averiguó secretamente a donde se había dirigido Rivas; cuando confirmó que lo hacía hacia Bolivia, despachó chasque tras chasque para saber que destino había corrido; si había muerto para poder concretar su matrimonio. Jamás pudo confirmarlo.


Ella, desesperada abandonó la ciudad de Tucumán para radicarse en Catamarca. Él, enfermo, derrocado en Vilcapugio y Ayohuma, vapuleado por el gobierno, sintió que su vida se acababa. Manuela Mónica tenía apenas un año, antes de partir definitivamente de Tucumán a Buenos Aires, Belgrano pidió verla por última vez, y quizás ese recuerdo haya sido una luz en su agonía.


Manuela Mónica. Detalle del Oleo de Pripidiano Pueyrredon



El 20 de junio de 1820, Buenos Aires en la anarquía, conoció el día de los tres gobernadores. En medio del caos, solamente un diario se ocupó de comunicar su muerte en una pequeña nota.
Belgrano no murió del todo ese día. La hija perpetuó su sangre y su apellido, fundando la familia de los Belgrano Vega y, sintetizó lo que seguramente su padre hubiera deseado para ella. Una mujer culta que dedicó su vida a su familia y a reclamar aquellos 40.000 pesos que el gobierno debía a su padre, para que las cuatro escuelas que él había dispuesto se levantaran con ese dinero, fueran fundadas.


© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


Versión para Internet del artículo publicado en mayo de 1993

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